“No vemos las cosas como son, las vemos como somos”. Anaïs Nin

 

Suene el despertador o no, cada mañana despierto con la asfixiante sensación de no volver a ver. Con la advertencia de esa llave entre el cerebro y el mundo. Con su insoportable amenaza: apagarse de forma definitiva. Entonces, comienzo a buscar puntos estratégicos en el dormitorio: el vértice de un cuadro colgado de la pared o el vértice de la puerta entreabierta. También ubico ese punto de fuga en un manojo de pañuelos desordenados sobre un solitario barral de madera, allí, detrás de la misma puerta.

Ahora que escribo no sé muy bien por qué deambulo entre esos vértices. Será por una cuestión de iluminación. O se tratará de una necesidad. O, incluso, de saber previamente que existen, que son y, por ese mínimo hábito visual, afirmar su presencia ahí. Inamovibles.

Todo esto sucede, claro, entre ese mundo aparte, entreverado en la plena duermevela. Fatídica acción preliminar: desmontar el sueño para entrar del mejor modo posible a la vida real.

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