domingo, enero 20, 2013

Laberinto treinta: Crisis, de los 30...


Madrugada, calor. Pocos ruidos. Insomnio.
La vida era ese golpe duro que habita en los barrios bajos, cercanos al río.
Las luces tenues, las sombras se van retirando...
La tristeza presente aguda esa que parece doler. Y ahí estaba Matias chico, solo, solito con su alma rota, que ya no encontraba asilo. El pasado le escupió en la cara un presente repleto de sin sabores.

El timbre sonó como un estruendo en el silencio de la noche. 
Espió entre las persianas a medio bajar. 
La vio inquieta, fumando de manera nerviosa. 
Subieron por la escalera, no se cruzaban las miradas. Fue todo indiferencia. 
Hubo reclamos en forma de rencores. 
Otra vez no podían avanzar, otra vez el fracaso entre ellos.
Ambos sentían que era el principio de otro viejo final, no estaban preparados.

Matias, intento todas las disculpas posibles, con absoluto decoro y valentía, pero así no podían seguir.
Las culpas viajaban de un lado al otro de la habitación. 
Ambos debían dejar el miedo atrás, debían creer. Debían crecer.

6 AM, Matías no pudo pegar un ojo en el resto de la noche.
Se levantó, fue a la cocina como quien va en busca de alguna explicación certera.
Hizo dos cafés, cuatro tostadas con queso y mermelada. 
Volvió a la habitación, la despertó con delicadeza, y ella solo atinó a preguntar...

          - ¿Que hora es?
          - 6.15. Respondió. Matías, con tono conciliador.
          - Na, se dio media vuelta y continúo en su sueño. 

Se levantó del costado de la cama y regresó a la cocina mirando el suelo, derrotado. Pero no era la derrota conceptual, era más bien perdida. Otra perdida más. De valor.
Sintió esa perdida en el centro del corazón. El pecho se le cerró. 
Tuvo mareos, se sentó, respiró bien hondo y estalló en un llanto profundo. Desconsolado.
Ese llanto visceral que es necesario llorarlo bien. Llorarlo desde bien adentro. Llorarlo todo. 
Para poder salir. Para poder volver a respirar. 
Se tocaba, estaba sucio, viciado e incontrastablemente vacío por años de nada. Por años de olvidos. De competencia y egos innecesarios que a ningún lugar lo llevaron.
Sentía hastío del amor. Su pasado fue todo lo que no supo ser. 
Fue en ese punto tan profundo que nos sabe guardar el espíritu humano, que logró agradecer esa derrota con el mismo llanto que aún seguía. Que no cesaba. Y no era momento para detenerlo.
Era ese llanto que te hace pequeño, que te hace inmensamente vulnerable. Donde solo puede sanarte el eterno abrazo maternal. 
Necesitaba ese abrazo. Necesitaba ir al cementerio. 
Estaban las heridas, las despedidas y varias perdidas que no habían sido exhumadas.
Estaba él, solo, con su dolor pero en el camino correcto.

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